Leopoldo
Marechal
La
ratonera de la vida ordinaria
Y
la primera de mis expansiones ocurrió justamente cuando, resuelto a partir
aquel horizonte que me ceñía en el sur, abandoné la llanura para reclamarle a
la metrópoli un destino que a mi entender se me debía. El primer año de mi
residencia en Buenos Aires tuvo por signo el caos de las relaciones nuevas
entre las cuales me di a practicar un “tremendismo” que sólo era, en el fondo,
una gimnasia de mi alegre indeterminación. Pero un hombre y una mujer no tardaron
en cimentar la arquitectura de mi destino: eran el doctor Bournichon y la
muchacha Cora Ferri. El doctor Bournichon dirigía un importante rotativo a cuya
redacción ingresé condicionalmente; pues bien, la necrología irónica de un
filántropo y el panegírico malicioso de un legislador, obras de mi pluma
rentada, sumieron al doctor Bournichon en un éxtasis profundo del cual salió
muy luego para diagnosticarme una carrera vertiginosa en el velódromo del
periodismo. Algo después Cora Ferri, a mí presentada en un Congreso de Mujeres
Libres, me invitó sin ambages al idilio, a la exaltación de la poesía y al
riesgo heroico de la libertad; y naturalmente, como era fatal y previsible, me
casé con ella.
Los
resultados no se hicieron esperar: a la sombra benéfica del entusiasta
Bournichon me convertí en una máquina de referir y adobar lo múltiple
cotidiano. Por su parte Cora Ferri, en una inédita fase de sí misma, pulverizó
al Idilio en su licuadora mecánica, degolló y desplumó a la Lírica junto a sus
asaderas y narcotizó a la Libertad entre sartenes oleosas y artefactos
eléctricos. En resumen, uno y otro forjaron para mí esa especie de gallinero
confortable que se ha dado en llamar “la Vida Ordinaria”. ¿Se ríe usted? ¡Hace
mal! Yo afirmo que “la Vida Ordinaria”, sea o no comparable con un gallinero,
tiene la virtud funesta de construir para sus adherentes una ilusión de
seguridad que a menudo linda con la insolencia. Y yo engordaba en mi corral
estable, apuntalado noche y día con los mismos rostros, los mismos hechos y las
mismas palabras cuya reiteración engañosa era la más firme garantía de mi
estabilidad. Naturalmente, para existir en tales condiciones es necesario
renunciar a todo “hecho libre”, interior o exterior, capaz de abatir
inesperadamente las estructuras del gallinero; y no sólo renunciar a esas
interferencias que pueden ser del orden humano o del querer divino, sino
también, y sobre todo, negarlas en su posibilidad. Severo Arcángelo, durante su
inquisitoria de la Casa Grande, me abrió los ojos hasta la rotura en lo que se refiere
a “la Vida Ordinaria”, la cual es una hebra de las muchas con que se urdió la
complicada estofa del Banquete, junto con la del Robot Humano, su hebra
consecutiva.
Leopoldo
Marechal – El banquete de Severo Arcángelo (págs. 22 y 23) – Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, junio 1985 (primera edición setiembre de 1965).
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