martes, 28 de julio de 2015

La ratonera de la vida ordinaria

Leopoldo Marechal
   La ratonera de la vida ordinaria

Y la primera de mis expansiones ocurrió justamente cuando, resuelto a partir aquel horizonte que me ceñía en el sur, abandoné la llanura para reclamarle a la metrópoli un destino que a mi entender se me debía. El primer año de mi residencia en Buenos Aires tuvo por signo el caos de las relaciones nuevas entre las cuales me di a practicar un “tremendismo” que sólo era, en el fondo, una gimnasia de mi alegre indeterminación. Pero un hombre y una mujer no tardaron en cimentar la arquitectura de mi destino: eran el doctor Bournichon y la muchacha Cora Ferri. El doctor Bournichon dirigía un importante rotativo a cuya redacción ingresé condicionalmente; pues bien, la necrología irónica de un filántropo y el panegírico malicioso de un legislador, obras de mi pluma rentada, sumieron al doctor Bournichon en un éxtasis profundo del cual salió muy luego para diagnosticarme una carrera vertiginosa en el velódromo del periodismo. Algo después Cora Ferri, a mí presentada en un Congreso de Mujeres Libres, me invitó sin ambages al idilio, a la exaltación de la poesía y al riesgo heroico de la libertad; y naturalmente, como era fatal y previsible, me casé con ella.

Los resultados no se hicieron esperar: a la sombra benéfica del entusiasta Bournichon me convertí en una máquina de referir y adobar lo múltiple cotidiano. Por su parte Cora Ferri, en una inédita fase de sí misma, pulverizó al Idilio en su licuadora mecánica, degolló y desplumó a la Lírica junto a sus asaderas y narcotizó a la Libertad entre sartenes oleosas y artefactos eléctricos. En resumen, uno y otro forjaron para mí esa especie de gallinero confortable que se ha dado en llamar “la Vida Ordinaria”. ¿Se ríe usted? ¡Hace mal! Yo afirmo que “la Vida Ordinaria”, sea o no comparable con un gallinero, tiene la virtud funesta de construir para sus adherentes una ilusión de seguridad que a menudo linda con la insolencia. Y yo engordaba en mi corral estable, apuntalado noche y día con los mismos rostros, los mismos hechos y las mismas palabras cuya reiteración engañosa era la más firme garantía de mi estabilidad. Naturalmente, para existir en tales condiciones es necesario renunciar a todo “hecho libre”, interior o exterior, capaz de abatir inesperadamente las estructuras del gallinero; y no sólo renunciar a esas interferencias que pueden ser del orden humano o del querer divino, sino también, y sobre todo, negarlas en su posibilidad. Severo Arcángelo, durante su inquisitoria de la Casa Grande, me abrió los ojos hasta la rotura en lo que se refiere a “la Vida Ordinaria”, la cual es una hebra de las muchas con que se urdió la complicada estofa del Banquete, junto con la del Robot Humano, su hebra consecutiva.
Leopoldo Marechal – El banquete de Severo Arcángelo (págs. 22 y 23) – Editorial Sudamericana, Buenos Aires, junio 1985 (primera edición setiembre de 1965).


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