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martes, 26 de mayo de 2015
ITALIA NUCLEAR
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viernes, 14 de marzo de 2014
Toynbee: EL OPIO EN LAS RELACIONES SINO-BRITANICO
Arnold
Toynbee, de su libro “La civilización puesta a prueba”, páginas 75 a 77,
editorial Emecé, Buenos Aires, abril de 1967. Civilization on Trial, traducción
de M. C.
NOTA SOBRE EL PAPEL DESEMPEÑADO POR EL
OPIO EN LAS RELACIONES SINO-BRITANICO
Los
términos en que se ha hablado de este tema en el ensayo precedente pueden
apoyarse con el sumario siguiente de los hechos, que se basa sobre (I)
Williamson, J. A., y otros miembros de la Historical Association: Common Errors in History (Londres, 1945,
King and Staples); (II) Pratt, Sir J.; War
and Politics in China (Londres, 1943, Cape); (III) Costin, W. C.: Great Britain and China, 1833 - 1860
(Oxford, 1937, Clarendon Press), (IV) Morse, H. B.: The International Relations of the Chinese Empire: The Period of Conflict,
1834 - 1860 (Londres, 1910, Longmans, Green). Ninguno de los autores de
estos trabajos es chino, todos son occidentales; todos, salvo uno, son
ciudadanos británicos; el autor de (IV) es ciudadano de Estados Unidos.
- Fumar opio, que es la manera más
perniciosa de tomar la droga, fue cosa introducida por primera vez en
China por los holandeses (desde Java).
- La costumbre de fumar opio llegó
a estar mucho más difundida en China que en cualquier otra parte (más, por
ejemplo, que en la India Británica, que llegó a ser la parte principal
–aunque nunca la fuente única– de producción de opio en el mundo y de
importación de opio por China).
- El gobierno británico de la India
asumió el monopolio de la venta de opio en su territorio en 1773, y el de
la manufactura del mismo en 1797.
- En 1800 el gobierno chino
prohibió el cultivo de la adormidera en China y su importación desde el
extranjero (fumar opio era ya hacía mucho tiempo un delito para el derecho
penal chino).
- Antes de 1830, la política del
gobierno británico de la India fue restringir el consumo del opio, en su
territorio y en el extranjero, cobrando por él un precio elevado; desde
1830 en adelante siguió la política opuesta, de obtener los mayores
ingresos posibles del opio al estimular su consumo mediante la reducción
del precio. “Esto tuvo el doble efecto de aumentar considerablemente la
cantidad de opio introducido clandestinamente en China y de aumentar el
monto de los ingresos del gobierno de la India” (Pratt, op. cit., pág. 44).
- El gobierno británico de la India
se resistió, hasta 1907, a hacer el sacrificio de ingresos que implicaría
la prohibición de exportar opio de la India a China. (Los ingresos debidos
al opio del gobierno británico de la India aumentaron de cerca de
1.000.000 de libras esterlinas por año en los años 1820-43 a más de
7.000.000 de libras esterlinas en 1910-11.)
- En el período 1800-1858, durante
el cual la importación de opio a China fue ilegal, la parte del león en el
tráfico de contrabando la tuvieron buques británicos.
- El gobierno británico del Reino
Unido nunca declaró ilegal para los súbditos británicos ese tráfico
clandestino, y nunca favoreció el cumplimiento del pedido del gobierno
chino de que los comerciantes extranjeros se comprometieran por escrito a
no introducir opio clandestinamente en China y a aceptar la sanción de la
pena capital a manos de las autoridades chinas en caso de violar el
compromiso y de ser sorprendidos haciéndolo y condenados luego.
- El tráfico de contrabando no
habría sido (a) lucrativo, si no se hubiera dado una fuerte demanda de
opio en el pueblo chino, o (b) factible, si los contrabandistas británicos
–y demás contrabandistas extranjeros– no hubiesen contado con activos
asociados chinos.
- La mayor parte de los
funcionarios chinos eran ignorantes y poco competentes, y algunos de ellos
venales, en su manejo del problema particular del contrabando del opio y
del problema general de tratar con los negociantes occidentales y con los
representantes de los gobiernos occidentales:
a) Trataban a los representantes de los
gobiernos occidentales como si fueran los agentes de príncipes dependientes y a
los comerciantes occidentales como si fueran bárbaros.
b) No lograron reprimir el contrabando
del opio en China.
c) Algunos de ellos hacían la vista gorda
ante el contrabando y participaban de sus beneficios.
- El Gobierno británico del Reino
Unido no pudo dar a sus superintendentes del comercio en China –debido a
la influencia en el Parlamento de los grupos que comerciaban con China– la
autoridad necesaria sobre los súbditos británicos que se encontraban allí
durante los años críticos de 1834-9.
- Los occidentales se quejaban
justamente de que su comercio legítimo era restringido en forma vejatoria
y de que se los sometía a arbitrarias humillaciones personales.
- Los chinos se quejaban justamente
de (a) que la llegada de los comerciantes occidentales había desencadenado
sobre China la maldición del contrabando del opio en gran escala (en 1836
el valor del opio introducido de contrabando en China fue mayor que el
valor conjunto del té y la seda exportados legítimamente); (b) que los
marineros británicos –y otros marineros occidentales– en el puerto de
Cantón eran borrachos, tumultuosos y homicidas.
- En 1839 un Comisionado Imperial
chino, Lin Tse-su, mediante un boicot y bloqueo pacífico de los
comerciantes occidentales en Cantón, logró obligar al Superintendente en
Jefe británico del comercio de los súbditos británicos en China, capitán
Charles Elliot, a cooperar con él para lograr coactivamente la entrega por
parte de comerciantes occidentales de 20.283 cajones de opio, valuados en
más de 11.000.000 de libras esterlinas, que tenían entonces en su suelo
chino en aguas territoriales. El comisionado Lin destruyó a su debido
tiempo el opio confiscado, pero no consiguió poner fin al contrabando de
opio.
- Después, los ingleses rompieron
las hostilidades, primero el 4 de setiembre de 1839, en Kaulun, en
represalia por no habérseles dado permiso para comprar sustentos, y luego
el 3 de noviembre de 1839, en Chuen-pi, en respuesta a un pedido chino de entrega
del asesino de un súbdito chino, Lin Wei-hi, que había sido herido
mortalmente el 7 de julio, en Kaulun, en un ataque en masa a la población
civil por parte de marineros británicos (y quizá también norteamericanos)
que trataban de echar mano a bebidas alcohólicas.
N.
B. El capitán Elliot
había hecho investigar judicialmente este incidente el 10 de julio, y había
tratado –sin conseguirlo– de identificar al asesino.
- El gobierno británico del Reino
Unido ya había tomado medidas para despachar una fuerza expedicionaria
naval y militar a China, después de haber sido informado de la acción
emprendida por el comisionado Lin, pero antes de recibir la noticia de la
ruptura de las hostilidades.
- El gobierno británico halló
cierta oposición y censura, por parte de una minoría del Parlamento y de
la opinión pública, por guerrear contra China en 1839-42.
- En el tratado de paz firmado en
Nankín el 29 de agosto de 1842, los británicos forzaron a los chinos a
abrir puertos de tratado y a ceder territorio, pero no a legalizar el
tráfico del opio.
- A instancia del gobierno
británico, el gobierno chino accedió, el 13 de octubre de 1858, a
legalizar la importación de opio a China después de la derrota en una
segunda guerra sino-británica y de cincuenta y ocho años de experiencia de
fracasos en impedir el tráfico de contrabando.
- Entre los chinos y los
británicos, la disputa sobre el opio llegó eventualmente a su fin por (a)
la reducción progresiva, pari passu,
durante los años 1907-1919, del cultivo del opio en China y su importación
a China desde la India, por acuerdo entre los gobiernos de China y la
India Británica y por (b) la total prohibición de la exportación de opio
de la India Británica en 1926.
N.
B. Como resultado de
la anarquía política en China, seguida por la invasión y ocupación japonesa,
volvió después a extenderse el cultivo de la adormidera en China.
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domingo, 15 de septiembre de 2013
ITALIA NUCLEAR
De Salvatore Puledda (1943 -2001): UN COMPROMISO ÉTICO PARA LOS CIENTÍFICOS Conferencia Preliminar de Científicos por “Un Mundo sin Guerras” - International House University of California at Berkeley, EE.UU., 3 de octubre de 1996.
Después de terminar la universidad y de haber regresado nuevamente a Italia, fui reclutado en la Fuerza Aérea como oficial de complemento. Como se acostumbra para con los graduados de las disciplinas científicas, fui enviado a los servicios técnicos y, después de terminar un curso, pasé a ser teniente de radar-misiles. Se me envió a una base de la OTAN en el norte de Italia. Era una caverna gigantesca excavada en una montaña, donde una gran pantalla larga cuanto la caverna mostraba todo el cielo europeo, desde los Urales hasta el Atlántico. Cualquier aeroplano que despegara dentro del espacio de los países del Pacto de Varsovia era interceptado y seguido por los radares. Si luego cruzaba una cierta línea a una cierta velocidad y no respondía a las señales de identificación que se le enviaban, se lo consideraba un avión enemigo. Entonces, una computadora —una de las primeras computadoras— calculaba su ruta en base a los datos de los radares e inmediatamente le apuntaba un misil que, según el caso, podía ser convencional o nuclear. Eran épocas de considerable tensión entre el Occidente y la URSS y, fuera de la base se daban constantes demostraciones pacifistas contra el uso de armas nucleares. Ante estas demostraciones, la aviación militar italiana siempre respondía con comunicados de prensa que insistían que las bases de la OTAN en Italia no tenían misiles nucleares. En una de esas ocasiones, notando mi desconcierto, el coronel que comandaba mi unidad, que era un físico, me dijo: “Teniente, en estos asuntos, uno nunca puede decir la verdad”.
En ese momento mi educación en el campo de las armas y la guerra estaba practicamente completa. Había aprendido los elementos fundamentales: el primero, que uno puede ser un gran científico y a la vez un enano, o quizás hasta un criminal, desde el punto de vista moral; el segundo, que todo lo que se relaciona con las armas y la guerra está cubierto por una montaña de mentiras y, por último, el más importante: que las guerras no son un fenómeno “natural” e inevitable sino el resultado de elecciones hechas por seres humanos concretos; de elecciones hechas por tantos científicos y técnicos que no han dicho NO ante el uso destrucivo de sus descubrimientos y de sus conocimientos; de elecciones hechas por políticos, militares, industriales que han enmascarado o tergiversado la verdad acerca de la guerra y de las armas, que han encubierto sus ambiciones, sus deseos de poder y dinero con palabras tales como “patria”, “dios”, “libertad”, “cultura”, “civilización”, “nuestros valores”, etc
Salvatore Puledda: UN COMPROMISO ÉTICO PARA LOS CIENTÍFICOS Conferencia Preliminar de Científicos por “Un Mundo sin Guerras” - International House University of California at Berkeley, USA, 3 de octubre de 1996.
http://it.wikipedia.org/wiki/Movimento_Umanista
http://es.scribd.com/doc/62757073/Salvatore-Puledda-Un-Humanista-Contemporaneo
Original en italiano:
Salvatore Puledda
Presentazione
della campagna “Il 2000 Senza Guerre”
organizzata
dall’Associazione “Un Mondo Senza Guerre”
Università
della California, Berkeley, USA
3
ottobre 1996
Ringrazio
l’International House dell’Università di Berkeley per aver ospitato questa
presentazione della campagna “Il 2000 Senza Guerre” e tutti i presenti per la
loro cortese attenzione.
Come
ha detto la persona che mi ha presentato, la mia formazione accademica è di
tipo scientifico: sono un chimico che lavora da parecchi anni ormai nel campo
dell’igiene ambientale, e più precisamente nel campo del controllo
dell’inquinamento atmosferico, in una delle grandi strutture della ricerca
pubblica in Italia, l’Istituto Superiore di Sanità di Roma.
Debbo
aggiungere, però, che in tutta la mia vita di ricercatore è stato sempre
presente, accanto all’interesse per la vita di laboratorio, l’interesse per un
tema –quello dell’uso sociale della scienza– che ci porta vicini alla preoccupazione
centrale di questo incontro, che è quello della guerra e dei modi per porre
finalmente termine ad essa nella storia dell’umanità.
La
guerra si combatte con le armi e c’è sempre qualcuno che le armi le inventa, le
progetta e le costruisce. Nell’era della tecnica, che è quella in cui ci è
toccato vivere, quel qualcuno sono gli scienziati e i ricercatori: i fisici, i
chimici, i biologi, gli ingegneri, ecc., che lavorano in qualche struttura di
quei complessi militari-industriali che ormai tutti i paesi –e non solo quegli
sviluppati– hanno costruito.
Anzi
in quest’epoca, la ricerca scientifica e tecnologica e la ricerca militare
vanno di pari passo. Negli ultimi decenni poi, come numerosi studi hanno
dimostrato, sembra che sia la ricerca militare a trainare quella civile e che
molta tecnologia e prodotti che entrano a far parte della nostra vita
quotidiana non siano altro che “ricadute” di scoperte effettuate a fini
bellici.
In
questo senso, la responsabilità degli scienziati riguardo alla guerra e alle
armi non è certo inferiore a quella dei politici e degli industriali che
pianificano e finanziano la ricerca per scopi militari.
Purtroppo,
però, la coscienza di queste responsabilità non è stata, e non è ancora, un
patrimonio stabile della comunità scientifica internazionale. Se permettete,
vorrei illustrare questo punto con un paio di episodi biografici, nel quale,
credo, potranno riconoscersi molti della mia generazione che hanno avuto una
formazione scientifica.
Nel
1969 ero studente di chimica qui all’Università della California, nel campus di
San Diego. Era il tempo della guerra in Vietnam e nel campus c’era molta
tensione e continue manifestazioni studentesche. Uno degli eventi accademici
del semestre era un seminario tenuto da uno dei più geniali chimici dell’epoca,
un premio Nobel che aveva aperto, grazie alle sue scoperte, nuovi campi di
ricerca. Ma questo grande scienziato era anche un consulente dell’esercito
americano per le applicazioni belliche dei defolianti che erano stati
sviluppati proprio grazie alle sue ricerche. Come forse ricorderete, i
defolianti sono delle sostanze che, se spruzzate dall’alto –per esempio da
elicotteri– sono in grado di distruggere migliaia di ettari di foresta
tropicale facendo cadere le foglie, e di procurare tremende piaghe sulla pelle
di esseri umani e animali. A tutt’oggi, il disastro ecologico –per non parlare
delle sofferenze umane– causato dall’uso dei defolianti nel Sud-Est asiatico
non è stato rimarginato.
Vari
studenti chiesero al grande scienziato che cosa pensasse dell’uso bellico delle
sue scoperte e come potesse moralmente accettare di portare avanti delle
ricerche per il miglioramento dell’efficienza di un’arma tremenda come i
defolianti. Il grande scienziato rispose che le guerre erano sempre esistite,
che l’uso delle sue scoperte non era affar suo, e che egli aveva bisogno di
finanziamenti per portare avanti le sue ricerche. La scienza doveva progredire
ad ogni costo, per cui lui non sentiva di aver problemi morali.
Terminata
l’università e tornato in Italia, fui arruolato come ufficiale di complemento
nell’Aeronautica Militare. Come d’uso tra i laureati in discipline
scientifiche, fui inviato ai servizi tecnici e, dopo un corso, divenni tenente
radarista-missilista. Fui inviato in una base NATO nel Nord d’Italia. Era una
caverna gigantesca, scavata dentro un monte, dove, su un grande schermo che
prendeva tutta la lunghezza della caverna, appariva l’intero cielo dell’Europa,
dagli Urali all’Atlantico. Qualunque aereo che fosse decollato nello spazio dei
paesi del Patto di Varsavia veniva intercettato dai radar e seguito; se poi
passava una certa linea ad una certa velocità, e non rispondeva ai segnali di
identificazione inviatigli, veniva considerato nemico: un computer –uno dei
primi computer– calcolava la rotta sulla base dei dati radar ed immediatamente
puntava un missile, che, a seconda dei casi, poteva essere convenzionale o
nucleare. Eravamo in un periodo di grandi tensioni tra l’Occidente e l’URSS e,
al di fuori della base, c’erano continuamente manifestazioni pacifiste contro
l’uso di armi nucleari. A queste, l’aeronautica militare italiana rispondeva
sempre con comunicati stampa nei quali si affermava che nelle basi Nato in
Italia non esistevano missili nucleari. In una di quelle occasioni, notando il
mio sconcerto, il colonnello comandante della mia unità, che era un fisico, mi
disse: “Tenente, in queste cose non si può mai dire la verità.”
A
quel punto, la mia educazione in questo campo era completa. Avevo imparato le
cose fondamentali: la prima è che si può essere un grande scienziato, e nello
stesso tempo un nano, o forse anche un criminale, da un punto di vista morale;
la seconda è che tutto ciò che concerne le armi e la guerra è coperto da una
montagna di menzogne; e, infine, la cosa più importante: che la guerra non è un
fenomeno “naturale” ed inevitabile, ma la conseguenza di scelte fatte da esseri
umani concreti, delle scelte fatte da tanti scienziati e tecnici che non hanno
detto no all’uso distruttivo delle loro scoperte e delle loro conoscenze; delle
scelte fatte dai tanti politici, o militari, o industriali che hanno nascosto o
ribaltato la verità sulla guerra e sulle armi, che hanno coperto le loro
ambizioni, il loro desiderio di potere o di denaro, con parole come “patria”,
“dio”, “libertà”, “civiltà”, “i nostri valori”, ecc.
Dunque,
attualmente, una grande responsabilità ricade sugli scienziati e sui tecnici.
Se essi potessero dire no all’uso distruttivo della scienza, se si creasse un
grande movimento contro le armi e la guerra, che partisse dalle università e
dai centri di ricerca di tutto il mondo, i politici e i militari vedrebbero
ristretto al massimo lo spazio per avventure belliche di qualunque tipo.
Ascoltando
idee di questo genere, spesso ci succede di provare un momento di entusiasmo
che è però subito seguito da un ritorno al modo di pensare di tutti i giorni:
alla realtà brutale della violenza delle guerre lontane o vicine che la
televisione porta quotidianamente nelle nostre case. E allora di nuovo ci
diciamo che quella era una bella utopia, ma che la realtà è questa: la guerra è
parte dell’umanità, non si può eliminare la guerra.
A
questo punto vorrei ricordare le parole di quello che forse è stato il più
grande scienziato della nostra epoca, Albert Eisntein, parole pronunciate nel
1948, al tempo in cui la possibilità di distruggere con una guerra nucleare
ogni forma di vita sulla Terra apparve all’orizzonte della storia umana.
«...Noi,
scienziati, il cui tragico destino è stato quello di rendere più orribili ed
efficaci i metodi di annientamento, dobbiamo considerare come nostro solenne e
superiore dovere fare tutto ciò che è in nostro potere per evitare che tali
armamenti vengano utilizzati con lo scopo brutale per il quale furono
inventati. Quale altro lavoro sarebbe più importante? Quale altro impegno
sociale potrebbe essere più vicino al nostro cuore?
...Sfortunatamente,
non ci sono indizi che mostrino che i governi siano consapevoli che la
situazione nella quale si trova l’umanità ci obbliga a prendere una serie di
provvedimenti rivoluzionari. La situazione presente non ha nulla in comune con
quella di epoche passate, pertanto è impossibile utilizzare metodi e strumenti
che in altri tempi si erano dimostrati sufficienti. Dobbiamo rivoluzionare il
nostro modo di pensare, le nostre azioni e dobbiamo avere il coraggio di
cambiare radicalmente anche i rapporti tra le nazioni. I cliché del passato
oggi non bastano più e in futuro saranno senza dubbio obsoleti. Far sì che
tutti gli esseri umani capiscano tutto ciò è la funzione sociale più importante
e decisiva che noi intellettuali dobbiamo svolgere. Avremo il coraggio di
superare i vincoli nazionalistici fino a convincere i cittadini di tutto il
mondo a cambiare le loro più radicate tradizioni?»
Queste
parole sono tratte dal messaggio che Albert Einstein voleva indirizzare alla
Conferenza degli Intellettuali a favore della Pace nel 1948. Il comitato
organizzatore gli impedì di farlo, per cui il messaggio fu pubblicato dalla
stampa il 29 agosto di quell’anno.
A
me sembra che è tempo di riprendere la strada tracciata da Einstein e più tardi
da Sacharov, perché si sviluppi un’etica della scienza, un’etica secondo la
quale la scienza non possa essere utilizzata per fini distruttivi, per fini
bellici.
In
effetti, la scienza è oggi attraversata da un’ambiguità che la tocca nella sua
essenza più profonda. Da un lato essa può permettere, per la prima volta nella
storia, la liberazione di gran parte degli esseri umani da quei mali, come la
fame, la fatica, le malattie, che hanno accompagnato l’umanità in tutto il suo
lungo cammino; dall’altro, essa si può trasformare forse in un male ancora più
tremendo, dato che è ormai apparsa la possibilità di una catastrofe globale, o
per una guerra nucleare o per un collasso a livello ecologico.
Ma
è nel cosiddetto Terzo Mondo, nei paesi che eufemisticamente vengono detti in
via di sviluppo, e dove vive l’ottanta per cento dell’umanità, che questa
ambiguità essenziale della Scienza attuale viene vissuta quotidianamente nella
forma più drammatica. È noto che la maggior parte dei paesi africani a sud del
Sahara, per esempio, dedicano alla spesa bellica la metà del loro prodotto
interno lordo (che include gli aiuti da parte dei paesi ricchi). Ma dove
vengono acquistate queste armi? Nel Primo Mondo naturalmente. Esistono
supermarket delle armi. In Europa abbiamo lo scandalo annuale della Fiera
Internazionale degli Armamenti che si tiene alternativamente a Parigi e a
Londra. Lì convergono a fare shopping le alte caste militari soprattutto dal
Terzo Mondo, e come in un supermercato, c’è un’ala dedicata ai sistemi di
puntamento, un’altra alle bombe intelligenti, un’altra ai carri armati, agli
elicotteri da combattimento, agli aerei e così via. Con prezzi competitivi,
ribassi per chi acquista di più, coupon, etc. Un carro armato costa milioni di
dollari, quando con quegli stessi soldi sarebbe possibile acquistare su larga
scala le medicine per sradicare la malaria o le malattie infettive che
costituiscono la prima causa di morte per quelle sfortunate popolazioni
africane.
Che
fare? Nell’ultimo atto di quella che è forse la sua opera più bella, “Vita di
Galileo”, scritta in uno dei momenti di maggiore tensione tra l’Occidente e
l’URSS, Bertold Brecht ci presenta il padre della Scienza occidentale, ormai
vecchio e malato, che riflette sul significato e sul futuro delle sue scoperte
con il suo giovane assistente, Sarti. Sarti sta per lasciare l’Italia, dove è
ormai impossibile la ricerca scientifica a causa della condanna della Chiesa,
portando con sé i manoscritti inediti delle scoperte di Galileo. La ricerca
potrà continuare in Olanda e nel nord Europa dove le condizioni sono più
favorevoli. Guardando nel futuro, Galileo vede nascere dal proprio lavoro una
“progenie di nani inventivi”, pronti a vendersi al miglior offerente, disposti
ad essere utilizzati per qualunque scopo dai ricchi e dai potenti. Ma questa
progenie nasce dal suo stesso errore, dal suo stesso esempio. Se lui, Galileo,
non avesse ceduto all’Inquisizione, se avesse detto no al potere, forse i suoi
discepoli, dopo di lui, avrebbero fatto lo stesso. Forse la scienza si sarebbe
sviluppata in un altro modo, forse sarebbe stato possibile creare per gli
scienziati qualcosa di simile al “giuramento” che Ippocrate, all’alba della
civiltà occidentale, creò per i medici: il giuramento di utilizzare la scienza
a solo beneficio dell’umanità.
Uscendo
dalla metafora che l’opera di Brecht propone, io credo che questo debba essere
ormai il pilastro centrale di un’etica della scienza: l’utilizzo delle scoperte
scientifiche a solo beneficio dell’umanità. Ma come sviluppare ed implementare
questa etica? Mi pare che un grande sforzo da parte della comunità scientifica
internazionale debba dirigersi verso la creazione di forme organizzative nuove
ed originali per mettere in pratica quel principio fondamentale. Si potrà
trattare di un giuramento solenne fatto da chiunque entri nel campo della
ricerca, della creazione di comitati etici –analoghi a quelli di bioetica che
già esistono nel campo genetico– in ciascuna università che denuncino e
rigettino le ricerche a fini bellici, di comitati nazionali che agiscano a
livello politico per combattere le lobby degli armamenti, ecc. Insomma uno
sforzo creativo per costruire la Scienza Umana del terzo millennio.
Io
ho finito, molte grazie per la vostra attenzione.
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Salvatore Puledda
lunes, 17 de mayo de 2010
de la novela "Cántico a San Leibowitz"
Este texto es un fragmento de la novela “Cántico a San Leibowitz”, publicada por primera vez en el año 1959, en EE.UU.
Título original: A CANTICLE FOR LEIBOWITZ – Walter M. Miller Jr., 1959.
Editorial Bruguera, Barcelona 1972. 445 páginas. Traducción al castellano: Peypoch, 1969.
Walter M. Miller Jr.
Del capítulo 18 de su libro:
Cántico a San Leibowitz
«Ahora, al igual que en tiempos de Job», empezó el hermano lector desde el facistol del refectorio:
Cuando los hijos de Dios comparecieron ante el Señor, Satanás estaba entre ellos.
Y el Señor le dijo: «¿De dónde vienes tú, Satanás?».
Y Satanás respondió como antiguamente: «He dado la vuelta a la Tierra y la he recorrido toda».
Y entonces el Señor le dijo: «¿Has prestado atención a ese príncipe sencillo y recto, mi siervo Nombre, que odia el mal y ama la paz?».
Y Satanás contestó: «¿Acaso Nombre teme a Dios en vano? ¿No has colmado de bendiciones su tierra, otorgándole grandes bienes y haciéndole poderoso entre las naciones? Pero extiende tu mano un poco y disminuye sus bienes y deja que su enemigo se fortalezca; entonces verás cómo blasfema en tu cara».
Y el Señor le dijo a Satanás: «Mira lo que tiene y redúcele. Lo dejo a tu disposición».
Y Satanás salió de la presencia de Dios y volvió al mundo.
Ahora el príncipe Nombre no era como el bendito Job, porque cuando su tierra se vio afligida con problemas y su pueblo menos rico que antes, cuando vio que su enemigo se volvía más poderoso, empezó a temer y dejó de confiar en Dios, diciéndose para sí: «Debo atacar antes de que el enemigo me aplaste sin tocar la espada».
«Y así fue en aquellos días», dijo el hermano lector:
Que los príncipes de la Tierra habían endurecido sus corazones contra la Ley del Señor y su orgullo no tenía fin. Y cada uno pensó para sí que era mejor que todo fuese destruido que permitir que la voluntad de otro príncipe prevaleciese sobre la suya. Porque los poderosos de la Tierra contendían entre ellos sobre todo por el poder supremo. Por medio del robo, la traición y el engaño buscaban gobernar y temían mucho la guerra y temblaban; porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado. Aquellos hombres y príncipes podían temer a Dios y humillarse ante el Altísimo. Pero no eran humildes.
Y Satanás habló con cierto príncipe diciendo: «No temas emplear la espada, porque los hombres sabios te han engañado al decir que el mundo sería destruido por ella. No escuches el consejo de los débiles, porque te temen excesivamente y sirven a tus enemigos al frenar tu mano en contra de ellos. Ataca y gobernarás sobre todas las cosas».
Y el príncipe prestó atención a la palabra de Satanás, hizo llamar a todos los hombres sabios de aquel reino, y les pidió que le indicasen los medios con que el enemigo podía ser destruido sin atraer la ira sobre su propio reino. Pero la mayoría de los hombres sabios dijeron: «Señor, no es posible, porque vuestros enemigos también tienen la espada con que os hemos armado y su fiereza es como la llama del infierno y como la furia de la estrella solar en la que fue encendida».
«Entonces me fabricaréis un arma que sea siete veces más ardiente que el propio infierno», ordenó el príncipe, cuya arrogancia era ya superior a la de los faraones.
Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos».
Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como Judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos».
Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK-A-DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas.
Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo:
«¿QUÉ OFRENDA DE FUEGO ES ESTA QUE HAS PREPARADO ANTE MI? ¿QUÉ ES ESTE SABOR QUE SE ALZA DEL LUGAR DEL HOLOCAUSTO? ¿ME HAS OFRECIDO UN HOLOCAUSTO DE CORDEROS O CABRAS, O LE HAS OFRECIDO UN BECERRO A DIOS?».
Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «ME HAS OFRECIDO A MIS HIJOS EN HOLOCAUSTO». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida.
Título original: A CANTICLE FOR LEIBOWITZ – Walter M. Miller Jr., 1959.
Editorial Bruguera, Barcelona 1972. 445 páginas. Traducción al castellano: Peypoch, 1969.
Walter M. Miller Jr.
Del capítulo 18 de su libro:
Cántico a San Leibowitz
«Ahora, al igual que en tiempos de Job», empezó el hermano lector desde el facistol del refectorio:
Cuando los hijos de Dios comparecieron ante el Señor, Satanás estaba entre ellos.
Y el Señor le dijo: «¿De dónde vienes tú, Satanás?».
Y Satanás respondió como antiguamente: «He dado la vuelta a la Tierra y la he recorrido toda».
Y entonces el Señor le dijo: «¿Has prestado atención a ese príncipe sencillo y recto, mi siervo Nombre, que odia el mal y ama la paz?».
Y Satanás contestó: «¿Acaso Nombre teme a Dios en vano? ¿No has colmado de bendiciones su tierra, otorgándole grandes bienes y haciéndole poderoso entre las naciones? Pero extiende tu mano un poco y disminuye sus bienes y deja que su enemigo se fortalezca; entonces verás cómo blasfema en tu cara».
Y el Señor le dijo a Satanás: «Mira lo que tiene y redúcele. Lo dejo a tu disposición».
Y Satanás salió de la presencia de Dios y volvió al mundo.
Ahora el príncipe Nombre no era como el bendito Job, porque cuando su tierra se vio afligida con problemas y su pueblo menos rico que antes, cuando vio que su enemigo se volvía más poderoso, empezó a temer y dejó de confiar en Dios, diciéndose para sí: «Debo atacar antes de que el enemigo me aplaste sin tocar la espada».
«Y así fue en aquellos días», dijo el hermano lector:
Que los príncipes de la Tierra habían endurecido sus corazones contra la Ley del Señor y su orgullo no tenía fin. Y cada uno pensó para sí que era mejor que todo fuese destruido que permitir que la voluntad de otro príncipe prevaleciese sobre la suya. Porque los poderosos de la Tierra contendían entre ellos sobre todo por el poder supremo. Por medio del robo, la traición y el engaño buscaban gobernar y temían mucho la guerra y temblaban; porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado. Aquellos hombres y príncipes podían temer a Dios y humillarse ante el Altísimo. Pero no eran humildes.
Y Satanás habló con cierto príncipe diciendo: «No temas emplear la espada, porque los hombres sabios te han engañado al decir que el mundo sería destruido por ella. No escuches el consejo de los débiles, porque te temen excesivamente y sirven a tus enemigos al frenar tu mano en contra de ellos. Ataca y gobernarás sobre todas las cosas».
Y el príncipe prestó atención a la palabra de Satanás, hizo llamar a todos los hombres sabios de aquel reino, y les pidió que le indicasen los medios con que el enemigo podía ser destruido sin atraer la ira sobre su propio reino. Pero la mayoría de los hombres sabios dijeron: «Señor, no es posible, porque vuestros enemigos también tienen la espada con que os hemos armado y su fiereza es como la llama del infierno y como la furia de la estrella solar en la que fue encendida».
«Entonces me fabricaréis un arma que sea siete veces más ardiente que el propio infierno», ordenó el príncipe, cuya arrogancia era ya superior a la de los faraones.
Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos».
Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como Judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos».
Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK-A-DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas.
Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo:
«¿QUÉ OFRENDA DE FUEGO ES ESTA QUE HAS PREPARADO ANTE MI? ¿QUÉ ES ESTE SABOR QUE SE ALZA DEL LUGAR DEL HOLOCAUSTO? ¿ME HAS OFRECIDO UN HOLOCAUSTO DE CORDEROS O CABRAS, O LE HAS OFRECIDO UN BECERRO A DIOS?».
Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «ME HAS OFRECIDO A MIS HIJOS EN HOLOCAUSTO». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida.
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sábado, 9 de mayo de 2009
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